“Se cree a veces que los muertos nos están mirando. Y pensamos, con razón o sin ella, que, si nos miran, lo harán con mucha mayor claridad que antes. ¿Se dará cuenta ahora H. de cuánto espumarajo y oropel había en lo que tanto ella como yo llamábamos «mi amor»? Así sea. Mírame sin piedad, querida. Ni aunque pudiera hacerlo me escondería. No solíamos idealizarnos uno a otro. No teníamos secretos uno para el otro. Conocías de sobra mis rincones más putrefactos. Si ahora descubres algo aún peor, soy capaz de soportarlo. Y tú también. Rebate, explícate, búrlate de mí, perdóname. Porque este es uno de los milagros del amor; que consigue dar a la pareja –pero quizá más aún a la mujer– el poder de penetrar en sus propios engaños, y a pesar de todo no vivir desengañada.”